La ciudad, hijo, era para nosotros, resultaba útil y grata a sus pobladores, podíamos respirar su aire y pasear sus calles. Como ya queda claro por el tiempo en pasado de los verbos, eso era antes. Y el libro, casi en su totalidad un monólogo dirigido a una segunda persona, trata de la lenta degradación de la urbe invadida por el tráfico circulatorio, por la polución de los gases y los ruidos y, sobre todo, por la estulticia y el afán de lucro de políticos, oportunistas y explotadores de todo tipo. En su vejez, en un escrito que es casi testamento suyo y memorias de la ciudad, don Gregorio se lo va explicando a su hijo. Con detalle, de modo prolijo, con repeticiones ya de viejo cuya mente también cambia y se hace más confusa según avanza el relato. Tan pronto aparece, descorazonadora, la realidad más descarnada, como se impone el esplendor de una esperanza más o menos soñada. El desenlace, esclarecedor, se inclinará, con sus dosis de certeza y realidad, por lo uno o por lo otro. No lo vamos a delatar aquí. Muchas verdades y muchas fantasías y no menos exageraciones llenan las páginas. Lo comprobará el que leyere.