Este libro es una adaptación del que escribió un soldado espa ñol medio siglo después de conquistar México. Lo terminó en febrero de 1568, cuando era un anciano de ochenta ycuatro años y gozaba en Guatemala de la honra social que le daban el dinero y el cargo de regidor de la ciudad. El exsoldado se llamaba Bernal Díaz del Castillo. Con La historia verdadera de la conquista de La Nueva España quiso dar testimonio veraz de los “hechos hazañosos” de la conquista de México “para que no caigan en el olvido” y “se guarde memoria de mí”. Tenía que contar: las muchas batallas que 500 soldados libraron contra miles de “bravosos guerreros” indios y que, tras noventa y tres días de refriegas cuerpo a cuerpo, tomaron Tenochtitlan. No hablaba de oídas, y prueba de ello eran las heridas recibidas en dudosas y sangrientas batallas. Dos veces fue “asido y engarrafado” de indios mexicanos que querían sacarle el corazón para ofrendarlo al dios Huichilobos en lo alto del Templo Mayor y luego comerle brazos y piernas. En este caso es muy justo decir que la historia la escriben los vencedores. Nos gustaría conocer la versión de un vencido, fuera escriba, cacique, teyaotlani o papa —guerrero o sacerdote—. Sería la versión desde dentro de un mundo que en parte desaparecía y en parte se transformaba. Sería el relato asombrado y dolido de la derrota y sumisión a unos extranjeros —“teules”— barbudos y codiciosos que venían con armas de fuego, animales temibles —caballos y perros de presa—, costumbres, leyes y creencias ajenas. Pero ambos cronistas coincidirían en de muchos hechos y mostrarían el mutuo asombro ante cosas nunca vistas, “ni siquiera imaginadas”. Por su extensión y lenguaje arcaico la crónica de Bernal Díaz requiere hoy un lector esforzado y competente. Esta adaptación concentra y pone al alcance de todos por primera vez la historia de la conquista de México al cumplirse el quinto centenario. De esa conquista, dice Octavio Paz: “nacimos todos nosotros, ya no aztecas, ya no españoles, sino indohispanos americanos, mestizos. Somos lo que somos porque Hernán Cortés, para bien y para mal, hizo lo que hizo.