El horror, tan solo el hombre lo padece, y se aventura a describirlo: las demás criaturas que nos acompañan, sienten miedo…, pánico…, pero es tan personal…, tan inherente a la condición humana, que su recorrido, hasta estos oscuros y agitados tiempos está salpicado de “horrorosas experiencias” colectivas; innumerables individuos han llevado a límites inimaginables el odio infernal incubado hacia sus semejantes más próximos y han materializado, con inhumana saña, sus propósitos de aniquilación, y en las que cierta clase de seres rebasan todos los límites de crueldad que la imaginación más febril pueda alcanzar.
Sin embargo, y en la novela, se procura poner de manifiesto que si el horror es inherente al ser, cualquier individuo es potencialmente un despiadado asesino, porque también es el único capaz de engendrar en sus entrañas las pasiones más devastadoras, aguijadas por una fija y obsesiva idea que, poseyendo por completo su voluntad, puede llevarle a donde nuca pudo imaginar.
Son en estos días tristísimos, donde el horror está presente de forma tan avasalladora en los medios, los que nos impele a meditar sobre la conveniencia, o no, de poner límites a nuestra ilimitada libertad y recuperar, de la justicia, el santo temor del castigo, acorde con el delito cometido.