Dios, la Idea del Mundo, pensó en cómo podía representarse en la realidad que conformaba la amalgama etérea de su existencia.
Así, primero nació el Vacío, con el fin de poder percibirse, pero este era tan denso como infinitas mareas de pliegues que se superponían entre sí.
Por tanto, para poder distinguirse, creó una singularidad en su centro, el Santo, que encandiló sus sentidos.
De la combinación de ambos, en la dimensión equidistante, nació Eiyen, gracias a la cual por fin pudo contemplarse a sí mismo, y sentenció: «Esta es la idea de lo que soy y de lo que seré a partir de ahora, lo decida mi fragmentación en infinidad de seres hasta que vuelvan a juntarse en Uno: el decaer y resurgir interminable de mi existencia».
Y entonces el ciclo vital tuvo lugar.
La Idea del Mundo adquirió máxima complejidad y, al reflejarse en sus límites, se empezó a resquebrajar de la presión que le supuso tal categorización.
Entonces, la convergencia por la supervivencia empezó y, en la síntesis que supuso esa dialéctica, la Idea de un Mundo Mejor germinó en su lugar.
Pero la creación, desconcertada por su reflexión, escondió entre sus pliegues el esplendor que emanaba, con el motivo de continuar su extensión.
Y en ese instante se condenó a volver a nacer, delimitándose en el acto por la imperfección de su existencia obligada, otra vez, en las diversas manifestaciones de sí misma… Hasta que por fin despierte de su embelesamiento.