En esta obra ambientada en la posguerra española se recoge la historia de la familia Petrel. Tan terrible y miserables tiempos no pueden prometer muchas alegrías, lo sé; sin embargo, la naturaleza humana siempre busca, y a menudo encuentra, rescoldos de primavera en mitad del crudo invierno, aunque para ello tenga que echar mano de no poco ingenio y, sobre todo, de mucho idealismo visionario y mucha ilusión, tanta como pueda albergar el corazón de un niño. Las aceitunas del Perú constituyeron, a estos efectos, la válvula de escape de aquella realidad concluyente, tosca, sórdida, desdichada y mezquina; y llevaron al personal a proyectar sus anhelos a través de tan milagrosa pócima. Con ellas volvió la alegría, el mito, la fábula y la novela, artes necesarias para componer la vida en su más humana concepción.
Si a ellos sumamos un ficción turbulenta inseparable de los hechos tenidos por ciertos, el resultado no puede ser más que una comedia en cuyas entrañas subyace el drama que representó la posguerra para la mayoría de la gente, sobre todo para las del sur, a las que le fue asignado por el nuevo poder político y oligárquico la función de vivero de mano de obra barata, resignada y versátil, pues igual servía para atender las necesidades del latifundio como para nutrir con el excedente de depreciados proletarios a las incipientes industrias vasca y catalana, que el régimen se disponía a desarrollar con la aquiescencia del consenso oligárquico. No contaban, sin embargo, tales clases dirigentes con las excelencias de las aceitunas del Perú y con su capacidad para generar momentos inhibitorios y aventuras inimaginables, a cual más disparatada y sorprendente. Sin duda, tales expectativas sirvieron para pasar los largos días de penas y desventuras que supuso la posguerra y el éxodo emigratorio. Sea, pues, una obra divertida e hilarante a pesar de su fondo patético. Al menos esa ha sido la intención de su autor.