Era un día aciago en el Festival de Cine de Cannes, donde la nota más destacada hasta ese momento había sido la lluvia fina e insistente que echaba a perder el baño de quienes se solazaban en la playa a orillas del monstruoso Palacio de Festivales. Los periodistas no tenían esos problemas. Como cada mañana después de la primera proyección del día, andaban a vueltas con las palabras para intentar interesar a sus lectores, muchos de los cuales estaban a miles de kilómetros y tenían otras preocupaciones tan tontas como podían ser la última matanza en Africa o tan exquisitas como la última separación amorosa de Julia Roberts.
La lluvia fina parecía haber contagiado el ambiente del Festival y los llamados a contarlo en crónicas diarias tenían que derrochar ingenuidad –sin presumir de talento– para convencer a los lectores que aquel pueblecito perdido en la Costa de Azul, triste a más no poder en cuanto que el sol era reemplazado por las nubes, seguía siendo la capital mundial del cine de calidad.
En el subterráneo enmoquetado donde las instalaciones festivaleras habían sucedido a una convención mundial de discos, y transformado en tiempo récord en cuartel general para casi tres mil periodistas y a los vendedores de películas lloronas turcas, porno mexicanas y eróticas italianas, ya no quedaban más que las mujeres de la limpieza.
Una morenilla graciosilla con pinta de starlette –especie desaparecida, que en los años 50-60 animaban el Festival de Cannes con su picardía en busca de empleo de estrella– le quitó la papelera de plástico una papelera llena de todo menos de papeles que campaba a sus anchas en la Redacción. Le llegó un olor a perfume dulzón y las paredes vacías se le retrajeron por unos segundos a una tapia del Barrio de la Judería de Córdoba.
Delante de su ordenador empezó a teclear sus impresiones sobre el único momento interesante de aquel día pasado por agua, la nueva película de Woody Allen en la que el más que cincuentón neoyorquino había vuelto a exhibir sus dolores del alma, sus gritos del amor sin remedio. El teléfono empezó a repiquetear cuando Luis se sumergía en la descripción de la escena en la que Woody Allen confiesa… El timbre seguía insistiendo. Descolgó y bajo la luz impersonal de los neones miró su reloj de pulsera. Al otro lado del hilo, la voz buscaba ansiosamente las palabras.
— Patricia ha tenido un accidente…