Cuando admiramos las bellas obras de arte arquitectónico realizadas en el medievo, nos preguntamos quiénes fueron esos autores desconocidos cuyos nombres no han llegado hasta nosotros. Nada sabemos de sus vidas, de sus trayectorias profesionales; por no saber, no sabemos ni sus nombres. Pero eso no merma nuestra fascinación por la obra y desde luego la curiosidad por el autor. Esa repetida pregunta admirando las pequeñas iglesias del prerrománico asturiano, la esbeltez de las torres mudéjares de Teruel, los encajes labrados en la piedra de las iglesias aragonesas o el deslumbrante refinamiento del arte islámico de la Alhambra o la Madraza de Granada, me llevaron a intentar descubrir, o en su defecto, imaginar, a esos creadores que, desafortunadamente, han quedado en el olvido. No sé si lo he conseguido. Tarea ardua, casi imposible, con más ilusión que conocimientos, me adentré en los intrincados fondos de la Historia, siempre con el temor de perderme en ella por desconocida y lejana. Y surgieron esos dos personajes con visos de realidad, Tioda y Aldo de Suley, alrededor de los cuales he tramado historias ficticias que, deseé, dieran vida real a esos dos constructores valientes, a los que cuatro siglos les separan, pero cuya pasión era la misma: levantar edificios, trabajar la piedra, dándole ricas formas, porque en ella escuchaban la música de la creación y la belleza.