Hay guardianes de los días rotos, amargos, con mirada de hiel. Atletas que realizan piruetas imposibles; atletas que celebran en cada poro de la piel un arco iris particular, bello y lejano como los latidos del propio corazón.
Hay quien camina a manos llenas, descalzo, con el vestido roto y los bolsillos abiertos para derrochar respiración, afán y sueños más o menos viables. Lucen la piel dormida sobre el material con que se elaboran los sueños. Y los sueños les alcanzan la frente con leves roces de colibrí y alas de vencejos.
Llegan a pedir perdón por las palabras que pronunciaron y anuncian que lloverán nuevas palabras sobre el otoño de cualquier promesa que se quede ensimismada.
Vigías que lucen más allá de las palabras, más acá de los sentidos, los gestos y los silencios.
Capitanes de barcos hundidos que, con el oro de los crepúsculos, hilan promesas de travesías eternas como alientos. Alzan sus brújulas y sus martillos implacables, y los dejan caer como relámpagos de ceguera gozosa, hacia el alma, hacia el espíritu de los sueños rotos.
Prometen traernos, en lo más crudo del invierno, la paz de las montañas, los límites de las cenizas, la lluvia antigua sobre la siembra nueva.
Mariola Fernández Cantarero, es una de ellos: acogedora, estremecida, deseante.
Lúcida, generosa: no concede treguas ni atajos. Su contrato es riguroso y luminosamente vivo.
Por eso, al besar sus versos, se nos antoja que nos latiera entre los dedos del poema y la sal de las palabras. Y en la boca vacía, ay, nos dibuja la terrible belleza de la palabra ausencia y la altura y el vértigo de los ángeles.
Mariola es una promesa cumplida que se devora a cada letra.
Renace para nosotros. Se entrega.
MIGUEL ÁNGEL MOLEÓN VIANA