Eso era todo aquel amasijo de vivencias tan aparentemente despiadadas y absurdas, una obra incomprendida de un artista sin ataduras, sin mesura, como ese Van Gogh que se arrancó la oreja en pleno delirio y que plasmaba en sus cuadros todo su sentimiento, buscando ser genuino, estar libre de toda evaluación, siendo espontáneo, intentando apreciar más de cerca esa luz tenue y fantasmal que vemos más allá, atravesando la variada vegetación, caminando entre el frío y el miedo, encontrando un extraño suceso que nos martillea la comprensión, nos modifica nuestra humanidad, transformándonos en algo renovado, dejándonos mover el pelo por el viento poderoso que viene del este, dejando atrás esa casa rebosante de luces, esa misma que paso a paso vamos dejando atrás, aportando algo que nadie más conoce, siendo empujados por una curiosidad y un hastío por lo conocido, siendo propensos a ser incomprendidos, insignificantes e incluso inexistentes, como ese árbol que cae solo en mitad del bosque y nadie lo ve caer, como si eso jamás hubiese sucedido, cuestionando la veracidad de nuestra vida y nuestros propósitos, no pudiendo conciliar el sueño pensando que sólo somos un amago de criatura, siendo como una antigua estación de tren abandonada, una por donde pasan muchos trenes, una donde nadie se para nunca, pensando que sólo somos meros espectros para el resto, esos mismos que no significan nada pero a los que nosotros tampoco significamos nada y esa idea nos aterra.