Las sociedades evolucionan e involucionan, las teorías van y vienen, las metodologías se solapan unas a otras y se cambian los nombres, dando lugar a lo mismo que estaba dicho, ligeramente modificado, o contradiciéndolo, con verdades absolutas, que lo dejaron de ser al publicarse. El conocimiento se encuentra a merced del poder, las investigaciones proclaman su independencia e imparcialidad. La verdad no se compra, aunque se intenta imponer desde la sombra. Las escuelas se desbordan de corrientes pedagógicas escritas en papel, de decretos, de imposiciones tecnológicas inasumibles, de diversidad individual, de diversidad colectiva, de intereses ocultos. El niño se arrodilla y pide clemencia y educación.
Las escuelas son el resultado final de un largo proceso que ha perdido su noción, un proceso desamparado por la ciencia, un proceso estancado en su rutina. La escuela pretende sin éxito dejar de obviar las mentes privilegiadas y resaltar aquéllas que, sin serlo, están condenadas a buscar caminos más productivos, sin duda alguna.
Los enseñantes se reparten el saber sin saber qué se debe saber para triunfar en la vida. Ellos mismos necesitan saber más, mucho más, y no de su ciencia, de la cual algunos saben y otros fingen saber, sino de la trascendencia de su voz, de sus gestos, de su labor, la cual lucha por conjugar el deseo del niño, la palabra del padre, y el dictamen curricular del político.