¿Es posible que siete pensionistas jubilados revuelvan una ciudad por un punto, en sus cuentas de ahorro del banco? ¿A quién se le ocurre empeñarse en comprar un banco para convertir en trabajadores a los mendigos? ¿O transformar una iglesia del siglo XVIII en un salón de juegos, mítines, música y arte? ¿Es normal que unos pensionistas se propongan, y logren, ir a clase de ballet con alumnos de diez años? ¿No pueden estar quietos, en vez de convertir la ciudad en un escaparate de moda? ¿Necesitan pelearse con todos los que van con vehículos de dos ruedas por las aceras? ¿A quién se le ocurre proponer de candidato a la alcaldía a Su Excelencia, un personaje culto, pero sordo y mudo? Para la RAE, decir gamberro es referirse a un libertino, disoluto o prostituta. Puede ser un chulo, un bruto, un maleducado, un vándalo. No, los nuestros son alborotadores, aventureros, desvergonzados, traviesos, pero buenas personas. Estos gamberros se benefician del uso coloquial de la palabra y del tránsito de su significado original a otro más simpático. Y como estos siete gamberros siempre van acompañados por tres enormes perros, la gente les conoce como la banda de Los siete gamperros. Es una historia de líos y trifulcas para divertirse. Te puede emocionar, cabrear, hacerte reír hasta llorar, sentirte solidario con sus problemas, alegrarte por sus conquistas imposibles, y creerte sus hazañas, aunque sepas que estás leyendo una novela de aventuras, que han creado para ti unos gamperros jubilados.