El hilo conductor de la serie es un niño de seis años. A lo largo de los cincuenta relatos he intentado reflejar los diversos puntos de vista de una personita de esa edad. Debo de reconocer que ha significado una dura prueba. Ponerse en ese pellejo me ha obligado a retrotraerme desde más allá del infinito. Si no recuerdo tan apenas lo que hice, pensé y razoné la semana pasada, se imaginarán que llevar mi mente mucho más atrás tuvo que ir de la mano de mi inseparable compañera y aliada, la imaginación.
Los padres que convivan con un muchacho o muchacha de esa edad es posible que consideren ciertas acciones, posturas y elucubraciones impropias de esa etapa infantil. Soy consciente. Sin embargo, he tirado de licencia literaria y he resuelto, con bastante convencimiento, que sacrificar el desconocimiento en aras de un disfrute literario me podría ser perdonado. Todavía no estoy pidiendo clemencia. Ya lo haré cuando aporreen en mi puerta.
El niño no es el mismo, sino diferente en cada historia. En ocasiones tiene una hermana mayor; en otras, menor; a veces es pobre; otras, muy pobre; e incluso rico; en muchos relatos está desorientado; en bastantes no comprende a los mayores, y en casi todos nos muestra una mirada de lo que le rodea cómica, lógica, descabellada, infantil, madura, pero que rezuma dulzura e inocencia por los cuatro costados.
Son en realidad narraciones agridulces colmadas de ironía, gran parte de ellas extraídas de experiencias personales de mi niñez, llevadas a la fantasía, claro.
Concluiré con una máxima: a una criatura de seis años no se la puede engañar. Lo tiene todo más claro que el agua. Puede darnos muchas lecciones y grandes quebraderos de cabeza.
Espero que disfruten y que la lectura les ofrezca momentos de reflexión.