La élite mundial llevaba décadas viendo cómo la creciente humanidad esquilmaba los finitos recursos del planeta Tierra, e ideó una forma de combatir la superpoblación. Ellos no podían asesinar a las personas sobrantes, así que ingeniaron un plan para que fuesen los propios seres humanos los que acudiesen al matadero. Una forma limpia de matar a la gente eran las inyecciones: no podían mandarlos a una cámara de gas como en el Holocausto. Las inyecciones letales se habían probado durante décadas en las prisiones de Estados Unidos con los condenados a la pena de muerte: era una muerte limpia y segura. Pero los millonarios del planeta Tierra se enfrentaban a un doble problema: había que convencer a la población mundial de que fuese ella misma a inyectarse el veneno —no la podían obligar, pues sospecharía—, y había que convencer a las autoridades sanitarias de que inyectasen ese veneno creyendo que era la cura a la humanidad. Aparte, ese veneno no podía matar al momento, porque entonces nadie más se inocularía. Para ello había que inventar una pandemia, aunque fuese falsificando los datos de infección o de mortalidad de un virus, y comprar a los medios de comunicación para que difundiesen esa mentira. Y los humanos, aterrorizados tras tres meses de pánico por un encarcelamiento ilegal en sus hogares, acudirían corriendo a los médicos y a los centros de salud a que les inyectasen lo que les habían hecho creer que era la cura para esa falsa enfermedad. Nunca hubo tal pandemia.
Tras años de experimentos, vieron que la gripe aviar o gripe A no asustaba: había que inventarse un nombre nuevo, desconocido, que causase pánico en la población. A ese virus se le llamó COVID-19. Pero había una segunda parte del Plan o de la Plandemia, se llamaba Marburg (o virus de Marburgo).