No quisiera que hubiera niños de la guerra, pero yo lo fui, y en parte lo sigo siendo. Esta fue mi circunstancia mayor, la que marcó por sus consecuencias todo mi recorrido vital y emocional; la que determinó mi manera de ver y caminar por el mundo; de luchar, comprender, compartir, tolerar, apreciar y amar.
Un gran pensador francés (J.P. Sartre) dijo que «Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él». De mí hicieron un niño de la guerra que pasó por situaciones difíciles y hasta trágicas; y, por mi parte, así lo creo, me hice con el tiempo, a través de las dificultades, más humano y solidario con los perdedores de este mundo. Y pienso que a nivel individual eso no es poco, porque, como se desprende del mundo en que vivimos, lo que más le falta a la humanidad es, y valga la redundancia, humanidad. Para mí, el humanismo tiene supuestos y contornos insoslayables, a los que no siempre me ha sido fácil llegar: los crímenes son crímenes vengan de donde vengan, de las derechas o de las izquierdas, de los rojos o de los azules. Condenar solo parte de ellos es hacerse cómplice moral de todos ellos. Por otra parte, es en extremo peligroso no comprender que en nuestras sociedades el mayor asesino es la indiferencia de muchos ante las injusticias y el crimen, a la que hay que condenar y combatir sin caer en la resignación, antes de que nos sepulte a todos.
Con lo que sigue, quiero tratar de expresar, a la altura de mis ochenta y siete años, mi modo de pensar; cómo he vivido los acontecimientos políticos y sociales en distintos países y circunstancias, y qué opino sobre el mundo de nuestros días, sobre sus grandes problemas, tendencias y devenir.