La ciencia y las creencias se debaten continuamente en largos y extensos siglos intentando comprender qué o quiénes somos. Pero no somos un escaparate que expone lo que llevamos dentro, sino más bien una realidad que parpadea al compás de nuestra visión mezclando lo que hay en nosotros y fuera, como proyecciones holográficas de una realidad creada por nuestra consciencia y la propia energía que somos y la que desprenden los objetos y las dimensiones. No obstante, si yo no existo para ti, ni en tu mundo…, ¿dónde existo? Concebimos el ser con la identidad personal, cultural, nacional, de género, etc., mientras que el existir es trasladado al pensamiento de todo aquello que tiene vida y que se encuentra dentro de nuestras magnitudes de tiempo, espacio, etcétera, para concebir esa existencia. Y a pesar de todo ello, de todo cuanto pueda cambiarnos interna o externamente, hay «algo» que nos identifica como únicos. Envejecer nos cambia el cuerpo, pero no lo que somos, lo que realmente conecta con lo amado, con el amor que encontramos y entregamos a lo largo de toda nuestra existencia. Una vez que la muerte llama a nuestra puerta, todo desaparece dejando a su paso el recuerdo en aquellos seres que nos han querido o han compartido momentos con nosotros de alguna manera, y permanecemos en sus pensamientos, en sus corazones, en su mente. Sin embargo, hay una existencia que, aun sin el contacto de las magnitudes físicas, es percibida con la sutileza que se desvincula de todo cuanto conocemos. Una huella única, una identidad intransferible y reconocible en los cambios físicos que podamos tener, y para llegar a ella tendremos que ir más allá de la mente, de los pensamientos, de las emociones, de la energía para llegar a la esencia del todo que nos forma.