La teoría ha sido una forma de anticipación sobre lo real, por lo menos tanto como una descripción exhaustiva de lo muerto, de la objetividad muerta de lo real y su proceso. Actualmente, tan sólo es un exorcismo banal de la indeterminación de los procesos más complejos de la materia y la vida, de la Historia y la cultura, de la sociedad o el hombre mismo. Mucho más interesante sería devolverle a la teoría su cualidad diferencial, a saber: la capacidad de juego adivinatorio sobre formas y signos aberrantes, no azarosos ni indeterminados, sino aberrantes, para lo cual muchos fenómenos de la vida actual ofrecen una materia completamente nueva y original.
La teoría-ficción está del lado de una presunción quizás malévola, pero no ingenua: la fatalidad de lo objetivo, la reversibilidad potencial de todo proceso, es decir, el contragolpe indiscriminado de lo objetivo sobre lo subjetivo, el juego, virtualmente infinito, de lo real con quien le impone una ley cualquiera, un principio de inteligibilidad, o una causalidad reproducible en la neutralidad de la mera observación.
La teoría-ficción parte del hecho decisivo de que no hay ningún poder de síntesis, ninguna instancia trascendental, ningún medio de reconciliación entre lo real y la subjetividad, entre el mundo y el hombre, al menos, ningún ejercicio que no sea en sí mismo una ficción de seguridad y certidumbre.
Que todo “conocimiento” sea tan sólo “interpretación” (Nietzsche) quiere decir que, tal vez, jamás se interpreta nada más que la propia interpretación, que todo conocimiento lo es en la medida de este olvido de su primera condición de mero marcaje simbólico sobre lo irreductible de una objetividad despojada de sentido, ley o forma, pues sentido, ley y forma son estrategias del sujeto que sólo existen como lenguaje de la reducción de lo objetivo y en ninguna otra parte.