En el desarrollo de su trabajo habitual, los doctores Gonzalo Esnaola y José Luis Onrubia se topan con un extraño sujeto. Este misterioso individuo parece encerrar un enigma tan insondable que escapa a toda justificación lógica. Tan sorprendidos como desconcertados, los galenos pronto descubren que el escurridizo personaje ha estado involucrado en el tráfico de reliquias religiosas, sobre todo en el de las relacionadas con la Pasión de Cristo. En busca de respuestas, los dos médicos acaban —sin esperarlo— en el Santo Sepulcro de Jerusalén, en la mismísima tumba de Jesús de Nazaret. Allí encontrarán mucho más de lo que perseguían, pero —sobre todo—, algo tan absolutamente inesperado y abrumador que les cambiará la vida para siempre. La acción, sorpresiva y rodeada de misterio, y a caballo entre las ciudades de Cádiz y Jerusalén, secuestra al lector y le imprime un incoercible deseo de sumergirse en la vorágine para disfrutar y vibrar —como un personaje más— con las claves del enigma. En lo más profundo del alma de estos hombres, late en realidad el íntimo y sublime deseo de constatar la existencia de otras realidades, y la trascendencia e inmortalidad del alma. Buscando pruebas al respecto, los protagonistas —personas absolutamente sencillas y corrientes— se trasladan a la Ciudad Tres veces Santa, ansiando encontrar algún pequeño indicio. Se habrían contentado con algo del tamaño de un granito de arena, pero lo que se erigirá ante ellos impactará en su ánimo con la contundencia y el volumen de La Gran Pirámide.