UNA NOCHE EN VELA
No me había dado opción ni siquiera a contestarle, intuía que no estaba solo. Había comenzado a entender en poco tiempo sus comportamientos, y lo más importante, a respetarlos desde una terrible sumisión que no era algo que me definiera precisamente, y yo sabía que eso no era bueno.
Me había escrito algo que hacía muchísimos años que no escuchaba. Me había escrito «Buenas noches y dulces sueños, Princesa». En un instante me transporté a mi infancia, esa infancia en la que cada noche mi abuelo me llevaba a la cama y, dándome un cálido beso en la frente, me decía: «Buenas noches y dulces sueños, Princesa». ¿Era posible que él hubiera escrito las mismas palabras que había escuchado tantas noches de una de las personas que más me había querido?
Pues sí, era posible porque las había escrito. ¿Significaba lo mismo que yo había sentido durante tantos años? No podía ser una coincidencia, no podía, y en ese momento decidí que él también me quería. Con el tiempo me di cuenta de que esa decisión había sido unilateral por mi parte, pero en aquel momento me hizo sentir una seguridad que hacía años que no experimentaba y que me dio la fuerza para soportar todo lo que estaba por llegar.
Me metí en la cama, mi mente era un ir y venir de ideas inconexas: él, Juan, el trabajo, mi vida. Él de nuevo y Juan otra vez, y mis sentimientos flotando a mi alrededor como las estelas de mi mar. ¿Tenía permiso para hacer aquello? ¿Iba a dejar de ser la mujer perfecta que nunca cometía errores? ¿Iba a dejar de ser un ejemplo de conducta intachable con los valores más fuertes forjados a fuego en mi alma? Pues sí, iba a hacerlo, nunca había estado tan segura de algo.