Vivimos en una sociedad en la que se glorifica la belleza, la juventud y la salud, pero para ello NOS QUIEREN PERFECT@S, no siendo raro que la apariencia física esté en el centro de preocupación de muchas personas. La preocupación excesiva por la imagen puede llegar a ser obsesiva, y no únicamente entre el género femenino, como se acostumbraba a observar en décadas anteriores, sino que también va creciendo a pasos agigantados entre la población masculina, buscando un cuerpo musculoso, fibrado, depilado y sin grasa. En los tiempos actuales, las básculas de los baños se han convertido en el espejo de la famosa madrastra del cuento clásico de Blancanieves: cuando una persona se sube a él, no busca conocer los kilos que pesa, sino hasta qué punto es bell@ o es fe@. Interiorizar estas normas, junto con una baja autoestima, aceptando los ideales de la perfección exigida, son el principal punto de partida para sentirse mal con el propio cuerpo, iniciar así dietas estrictas y prohibitivas, realizar ayunos severos, provocarse vómitos, junto con otras conductas compensatorias, como realizar un ejercicio físico extenuante o incluso consumir anabolizantes con el único objetivo de conseguir un cuerpo ideal de extrema delgadez, lo que puede conducir al trastorno alimentario.
La presión social en búsqueda de esta perfección del cuerpo la observamos a lo largo de todas las etapas del ser humano, ya desde los primeros años de infancia y a lo largo de la adolescencia, siendo esta una de las etapas de mayor riesgo, el principio de la edad adulta y llegando a edades más avanzadas, lo que puede provocar un trastorno importante, hoy por hoy poco conocido, el llamado trastorno dismórfico corporal.
También planteamos dónde está el límite entre los tratamientos dirigidos a conseguir una pérdida de peso saludable y/o un tratamiento estético para mejorar el físico o la silueta, sin que tengan que estar reñidos y siempre con el mismo objetivo, que no es otro que favorecer el bienestar y salud física y mental de la persona.