Don Francisco de Goya y Lucientes entró en Cádiz, muriéndose a chorros, procedente de Sevilla, donde enfermó de gravedad y lo puso al filo del sepulcro. En Cádiz se averiguó la raíz del extraño mal que padecía don Francisco de Goya; esto, unido a su robusta constitución y a los esfuerzos de don Sebastián Martínez Pérez hicieron que se restableciera a pesar de la sordera progresiva que le quedaría como secuela y recuerdo irreversible. Gracias a Cádiz, pasamos de un Goya influido por Velázquez y Rembrandt –tatuajes perpetuos– a un Goya libre y auténtico, soberano y autónomo.
Historia contada desde el prisma de su amigo, Francisco Fernández Pizarro, al que Goya llama «Brujillo», y con quien trabó una amistad de las de fervor y respeto mutuo.
Este es el panorama que se nos presenta, en una España de finales de siglo, donde Godoy, camino de ser todopoderoso, sigue escalando el cielo en la tierra. La influencia de la Iglesia continúa siendo tremenda; la Inquisición mete las narices en el alma y las manos en la bolsa de cualquier persona. Goya, en Cádiz, atisbó ideas ignotas y nuevas formas de pensar más libres, menos encorsetadas, diferentes a las que tenía costumbre. Descubrió la independencia, la soltura, la espontaneidad, la belleza, pero, sobre todo el atrevimiento, el descaro, el desenfreno y la osadía de una cultura y costumbres anárquicas a la vez que esplendorosa. Tuvo la excepcional oportunidad de leer libros prohibidos por la Santa, que Sebastián Martínez poseía en su descomunal biblioteca. El maestro paseó por una ciudad diferente y se deleitó observando el palpitar de una capital repleta de personas de todo rango y condición; todas ellas movidas por lo mismo, los negocios allende los mares y que tantas fortunas han fabricado. Es en Cádiz donde el eminente pintor procede a cambiar su arte, empieza a ver con otros ojos… a ser él mismo. Renacer en ti, Cádiz…