El remordimiento lo habría aun podido salvar, si él hubiese hecho del remordimiento un arrepentimiento. Pero no quiso arrepentirse y, al primer delito de traición, aún digno de compasión por la gran misericordia que es mi amorosa debilidad, ha unido blasfemias, resistencias a las voces de la Gracia que todavía le querían hablar a través de los recuerdos, a través de los terrores, a través de mi Sangre y mi manto, a través de mi mirada, a través de los restos de la Eucaristía instituida, a través de las palabras de mi Madre.
Ha resistido a todo. Ha querido resistir. Como había querido traicionar. Como quiso maldecir. Como se quiso suicidar. Es la voluntad lo que cuenta en las cosas, Tanto en el bien como en el mal. (…)
¿De qué sirve arrojar el precio de la traición cuando eso es sólo fruto de la ira y no está corroborado por una recta voluntad de arrepentimiento? En este caso despojarse de los frutos del mal es meritorio. Pero así como él lo hizo, no. Inútil sacrificio.
Mi Madre, y era la Gracia la que hablaba y mi Tesorera que ofrecía perdón en mi Nombre, se lo dijo: “Arrepiéntete, Judas. Él perdona…”.