En Katsikas nadie tiene la edad que aparenta. Desde luego no los refugiados, ni los mayores ni, sobre todo, los niños, adultos a la fuerza en un lugar muy alejado del que toca. Pero tampoco los voluntarios. Los de veinte años piensan como si tuvieran sesenta, y los que tienen sesenta ejecutan como los de veinte.
En Katsikas aprieta el calor. Pero también el frío. Y llueve, pocas veces, pero mucho. La ropa escasea, aunque abunde; las prohibiciones marcan el camino, y el fútbol no enfrenta, sino une.
En Katsikas se habla de todo y no se entiende nada, el cine es mudo y la comida no mata el hambre. Se está en Europa, pero en realidad no, y no se está en Siria, aunque en realidad sí.
Y ojo a lo más curioso: en este campamento de refugiados ni siquiera hay refugiados. Solo personas.
En Katsikas todo es un sinsentido en el que uno cobra sentido.