Tras la Conferencia de Algeciras, celebrada en 1906, las grandes potencias europeas se repartieron el pastel colonial africano. España, convidada de piedra en aquella comedia, recibió un pedazo de aquella zona norte de Marruecos, en atención a su histórica presencia en aquel territorio con las ciudades de Ceuta y Melilla, que iba desde Larache, en la fachada atlántica, hasta el tío Muluya, en el Mediterráneo, frontera natural con la entonces colonia francesa de Argelia.
Era un territorio montañoso y quebrado donde cabría diferenciar dos zonas: la occidental, el Yebala, era de naturaleza más generosa, contaba con espesos bosques y tenía un tejido urbano más importante, con ciudades como Tetuán, Larache o Arcila, y estaba mucho más arabizada.
En cambio, el Rif, tras la barrera de montañas del Yebala, era más áspero y basaba su riqueza en las explotaciones de hierro próximas a Melilla. Sus habitantes eran históricamente hostiles a cualquier tipo de poder que intentara controlarlos, ya fuera el sultán de Marruecos o cualquier otro que quisiera imponerles su autoridad. Los bereberes eran hombres duros y austeros; estaban unidos por esos lazos de sangre invisibles de pertenencia a tal o cual tribu.
Este es el país que recibió España, un regalo envenenado que, desde los primeros tiempos, mostraría su rebeldía. Su culminación llegó con el Desastre de Annual en 1921, aquella fiesta de horror y sangre donde murieron no menos de diez mil españolitos.
Ese es el momento en que, Teodoro, un manchego tranquilo, llegó a Marruecos. No tuvo mala suerte al principio, ya que fue enviado a destinos más o menos cómodos, pero todo terminó cuando Abd El-Krim mandó a su hermano M’hamed para convencer a las tribus yebalies para que se sumaran a la nueva revuelta que se estaba preparando.
Teodoro, junto con sus compañeros, será testigo de aquellos acontecimientos donde dolor y heroicidad se mezclaban. Se vieron inmersos en aquella gran operación de repliegue organizada para el traslado de diez mil personas, entre civiles, clase de tropa y heridos en aquella gran caravana con destino a Tetuán. Sería como una nueva Anábasis, aquella que relató Jenofonte veinticinco siglos atrás y que, como aquella, también tuvo su propia épica. No faltaron tormentas y todo tipo de inclemencias, o el sacrificio heroico de hombres como Claudio Temprano y sus regulares, o Arredondo y sus legionarios, y tantos otros que sacrificarían sus vidas para salvar las de otros y llevar a buen fin la retirada.