La muerte tiene un tiempo, que es un instante, un momento determinado; en el instante que nacemos, nacimos para morir.
Para liberarnos de la incertidumbre de la falsa esperanza, de la fingida comodidad.
La vida, en cambio, es una bala que nos destruye en la incertidumbre del tiempo, que no es más que una ruleta rusa. Pero que a todos nos llega nuestro tiempo. Aquel sicario, mensajero de la muerte, recorre en zapatillas las calles de esta ciudad con paso tumbao, como si estuviera bailando guaguancó. Olfateando el miedo de su víctima, con mirada penetrante, baja las cejas, y sus pupilas se agrandan como un gato al acecho. Se aproxima desde atrás, da unos tres pasos, levanta su camiseta, sacando su 38 cromado y descargando el tambor con sus seis tiros, tres en el corazón y los otros tres en la cabeza. Cada tiro expulsa un olor a pólvora, un estallido que aturde alrededor; con el segundo, las personas gritan; con el tercero, se agachan; con el cuarto, el quinto, el sexto salen despavoridos, gritando: «¡Jueputa, lo mataron!».