Un currante, un trabajador cualquiera de cualquier lugar de España, sale cada mañana en su coche hacia su fábrica, cuando el día empieza a despuntar. Durante el trayecto, va escuchando atentamente las primeras noticias de una emisora de radio, de cualquier emisora de radio, y se sorprende repetidamente ante ciertas barbaridades que, ya de buena mañana, y sin que al parecer nadie haga nada por evitarlo, expelen por la boca algunos profesionales de los medios de comunicación.
El currante, que es hombre que se fija mucho, como los búhos, hace acopio de dislates, los estudia, los contrasta, les da forma, y deja que el autor del libro haga con ellos una exposición, un catálogo de errores lingüísticos del periodismo, la clase política y la publicidad; un desarrollo en ocasiones muy detallado del panorama lingüístico de nuestro país, salpicado a la vez de narraciones, historietas y ocurrentes recursos que lo hacen alejarse de lo que sería un estricto y árido tratado de lengua.
Un currante a eso de la amanecida no se parece a nada que se haya podido escribir sobre los desatinos del lenguaje. Usted lo advertirá inmediatamente, nada más leer unas cuantas páginas. Será porque el currante no es en modo alguno un erudito, ni especialista en lengua. Es más o menos como usted.