Cualquier espíritu abierto estará de acuerdo en convenir que el desarrollo de Occidente debe logros decisivos a la influencia del cristianismo; entre otros, la configuración del Derecho, la creatividad en todas las artes, la epopeya espiritual del monacato, la fe en la dignidad humana…
Pero, junto a ello, hay también un sentir común crítico respecto a la grave deuda pendiente en la Iglesia: su falta de intervención eficaz a favor de la paz y de la convivencia entre todos los grupos humanos y entre todas las culturas a lo largo de la historia.
Más aún, la sociedad pensante intuye –con mayor o menor claridad– que, unida a ese débito, existe alguna distorsión del hecho cristiano inicial; que desde tempranos siglos la hoja de ruta de las iglesias (no sólo de la católica) se apartó del proyecto original de Jesús de Nazaret y de las primeras comunidades apostólicas. Porque una institución religiosa con tan amplio poder (interno y externo), con un estamento sacerdotal y potestativo, y con elementos tipificados por las viejas religiones, no consta en ninguna página del Nuevo Testamento, sino más bien al contrario.
Este libro, escrito con amor, expone y defiende –naturalmente– el ministerio del presbítero y del obispo según aquel normativo amanecer del cristianismo; al mismo tiempo, con ánimo de dialogar, denuncia en su raíz el estatuto actual del clero: un modo individual de ser y un sistema colectivo que seguramente desfiguran la imagen y la verdad de la Iglesia católica.