El sur de Italia y las costas este y sur de Sicilia constituyen un extenso territorio repleto de ciudades portuarias que conformaron lo que conocemos bajo el nombre de Magna Grecia. En cuanto a los restos arqueológicos, hay una diferencia notable entre el sur de Italia y Sicilia. Mientras que en esta última sobreviven un número importante de templos, teatros y otras construcciones —hasta el punto de que su “greicidad” compite con la de la propia península griega—, en el sur de Italia apenas se conservan escasas construcciones: los sorprendentes templos de Paestum, la columna solitaria de Capo Colonna, los restos del templo de Hera en Metaponto, las dos columnas dóricas del templo de Poseidón en Tarento… y poco más.
Un viaje por la Magna Grecia supone adentrarse en un territorio desconocido y, a menudo, estereotipado de la Grecia arcaica. Una imprecisión que conviene resolver es la costumbre de generalizar como “griegos” a los colonos que llegaron a Italia a partir del siglo VIII a. C. El concepto de “griegos” no existía entonces. Si acaso, llegaron navegantes que pertenecían a diferentes territorios y que tenían en común entenderse porque hablaban la lengua griega: eubeos, aqueos del Peloponeso, foceos de Jonia, marinos de la isla de Samos… ¿Quiénes llegaron primero? ¿Hubo asentamientos griegos en Italia anteriores al siglo VIII a. C.?
Mi formación filosófica hace inevitable que esta guía sea también una búsqueda de los orígenes de la filosofía. El hilo conductor está formado, principalmente, por tres filósofos que, por razones diversas, desarrollaron su pensamiento en la Magna Grecia: Pitágoras en Crotona, Parménides en Elea y Empédocles en Agrigento. De alguna manera, sus enseñanzas fueron determinantes en el desarrollo de la filosofía de Platón.
Los griegos arcaicos vieron donde nosotros ya no vemos casi nada. ¿Qué vieron Pitágoras, Parménides y Empédocles? Cuando recorremos los parques arqueológicos que recogen los restos de sus antiguas ciudades, vale la pena pensar en ellos, en lo que ha aportado su pensamiento a la construcción de nuestra manera de ser. Está entre mis deseos generar una atmósfera adecuada que permita a cualquier viajero —sin que influya su formación filosófica— pasear por el páramo que es hoy Elea, o por las calles de Crotona, entramando el canto de los pájaros, el sonido estridente de las cigarras, el silbido del viento, el ruido de los automóviles por las calles, nuestras propias pisadas, con el pensamiento de los filósofos que recorrieron esos mismos lugares.
Solo de esta manera conseguiremos descubrir que Elea, Crotona o Agrigento —por citar tres de estas ciudades—, con independencia de que estén llenas de turistas, nos hablen en voz baja de su pasado.