Lotario es un cantor de voz excesiva que no encuentra el espacio apropiado para el ensayo de su arte torrencial. Obsesionado por su voz, prueba inauditos lugares que acojan su canto grueso y que a la vez le garanticen su intimidad. El hombre que solo quería cantar se ve así involucrado en las aventuras más increíbles de la noche. Y las estatuas de Santiuste la Vieja, dueñas de su histórica ciudad y de su noche, se le rinden y descienden de sus pedestales para departir con él y darle las cúpulas de la ciudad, una a una, como estuches de lujo de su voz portentosa. En sus mágicas nocturnadas convive en el más estricto secreto con Cervantes, el Cardenal Cisneros, San Ignacio de Loyola, El Empecinado y Manuel Azaña, siendo testigo de la colisión entre dos jefes de Estado. Pero la línea argumental registra un bucle inesperado, de tal manera que aquellas quiméricas noches llegan a hacerse verosímiles. La acción va entonces desde la magia inverosímil del desarrollo hasta la verosimilitud mágica del desenlace, en donde el cantor Lotario se resiste a perder su fe en las estatuas alumbradas de Santiuste. El relato cierra bien: las mismas llaves que se abrieron a la acción, se van cerrando gradual y satisfactoriamente. Esta novela, además de crear un universo de refinada imaginación sobre la ciudad de las estatuas vivas —huyendo de tanto prosaísmo realista—, añade el rigor histórico sobre la palabra de las esculturas, junto a otros ingredientes que se suceden, tales como la música, el arte, la lingüística, la flosofía… Todo ello dentro de grandes dosis de humor y de un lenguaje literario depurado.