Rafael Sánchez Maroto, nacido en Ciempozuelos el 18 de noviembre de 1956.Emigramos a Suiza hasta cumplir los once años, justo cuando más duele dejar a los amigos y se hacen promesas de no olvidarnos y juramentos de volvernos a ver. Ingresé interno en el Sagrado Corazón de Madrid. Tres años después, al regresar mis padres de Suiza, nos instalamos a vivir en Getafe, donde también estuve interno durante dos años en Los Escolapios, recomendándoles el director, padre Fidel, a mis padres, que compraran un camión, por intuir que era el mejor momento para montar en Ciempozuelos un almacén de materiales de construcción, y así se hizo. Allí combiné mis estudios en la Escolanía del Centro San Juan de Dios, donde acabé el Bachillerato Elemental, con los trabajos sempiternos del negocio.
Han sido muchos años ocupados como transportista y almacenista. Años de esplendor y de ruinas. De conocer a trabajadores de muchos gremios, sus dificultades antes y después de estos tiempos tan modernos, con la diferencia de que hoy somos más números que palabras. Ha decaído el calor humano, pero ha subido la temperatura del planeta, seguimos con el «no lo entiendo» hacia cataclismos parecidos.
Cerramos el almacén un día de julio de 2006, por ir llegándonos la ruina lentamente, como lluvia fina, hasta empaparnos. He vuelto a ver a mis amigos de Suiza y, qué casualidad, también les han alcanzado el espacio, los niños, el trabajo, la casa y, aunque nos hemos reconocido, no disponíamos de tiempo y volvimos a las ganas de vernos sin dejar de observarnos los estragos de los días entre los años, las fotos, acumulando recuerdos.
Hoy en día, al igual que la mayoría de los humanos, voy de trabajo en trabajo, agotando contratos y volviendo al puesto de salida, mirando hacia las palabras, como un punto de encuentro entre la realidad y los sueños.
Escribo por muchas razones, desde que ingresé en el internado, huyendo de la soledad y los miedos que se agolpaban a distintas horas del día o de las interminables noches de mis escasos años, que siempre vivirán conmigo, ya que, cincuenta años después, aún me alcanzan algunos recuerdos oscuros que no solo tienen que ver con la infancia. Para bien o para mal, quizás sean esas las mejores excusas para escribir teniendo siempre algo que contar, ya que cada día es una aventura diferente y otros los miedos