Esta es la historia de una calle cualquiera, más bien un final de una calle cualquiera, sin asfaltar, donde no hace tanto tiempo los vecinos se reunían en corrillo para arreglar el mundo en las noches tórridas de un mes de agosto.
Carlos, con una vida más o menos resuelta, y sin grandes sobresaltos, antiguo vecino del barrio, es testigo directo de la inminente demolición de las últimas casas bajas que por alguna razón afean el paisaje. El progreso, quizás —una tendencia a esconder lo hermosamente feo—. Una demolición inminente que no hará más que resucitar los fantasmas del pasado. Los de Carlos, sí, pero también los de su hija, Marina, que al fin y a la postre es quien sostiene esta historia; la de un pasado que nunca fue glorioso, pero la de un futuro que tampoco fue demasiado prometedor. Siempre, y ahí está la clave, batallando en el término medio.
Esta es la historia, además, de unos fantásticos años noventa; la de un juego, la de unos adolescentes que se resisten a abandonar la infancia. Y, sobre todo, la historia de un árbol. Y por qué no, es también un cuento de fantasmas. Van y vienen cruzando a un lado y a otro del plano.
Y también, claro, la historia de una canción de amor que son todas las canciones de amor. La de una amistad que se sostiene más allá de la muerte.
La historia de una calle a la que quiero regresar.