Aún no había cumplido los 50 cuando Fran echó el cierre a su vida laboral, vendió su casa de Madrid y se trasladó a otra, más modesta, a orillas del Mar Menor donde pudo dedicar todo su tiempo a una afición larvada durante treinta años: la lectura.
Fue como recobrar la ilusión por los Reyes Magos, que ahora traían su ofrenda de libros y se llamaban Umbral el Prodigioso, Montalbán el Sapiente, Saramago el Amigo… A medida que leía, sacaba notas que luego iba ampliando a manera de conclusiones cada vez más críticas. Leía un libro de cien páginas y escribía doscientas sobre lo leído. Con una mano tan caliente, no tardó en compaginar los comentarios a historias ajenas con la redacción de las propias.
Dice Cansinos: «Un amigo ha venido a verme. Escribe novelas que son relatos sentimentales y realistas de su vida. Escribe y le parece que vuelve a vivir en aquella época, y este poder de reconstruir un coro de criaturas humanas que ya habrá dispersado la suerte, le produce una satisfacción suficiente».
Así empezó Fran a rememorar episodios de su vida, entreverados de una inevitable y deseada fantasía. Primero, relatos de una página; luego, cuentos más extensos. Un día quiso escribir una «epopeya de un mundo sin dioses», como Lukacs define la novela. Y escribió El sueño de un hombre frío.